jueves, 18 de agosto de 2011

La Marta

     Hay pocas experiencias que igualen la emoción de la contemplación fugaz de un animal salvaje. Por eso alertamos sobresaltados a quien nos acompaña cuando esto sucede, intuimos que será una imagen evanescente, una postal que por viva será pasado en tan sólo unos segundos.
     La Vieja Posada es una nave, un edificio de la largura, más o menos, de un “Drakar” vikingo, o de una nao portuguesa del siglo XV. Y en cierto modo parece navegar por entre ese bosque que la rodea, a merced, no pocas veces, de los aires de occidente o los vientos del sur. En ese devenir nos hemos ido acostumbrando a disfrutar de ciertos eventos zoológicos que propone ese mar verde que nos envuelve, en el que nos sumergimos, y así, nuestro devenir en torno al edificio o sobre la parte de la finca que recorremos ha generado un modesto historial de imágenes de animales que en otro tiempo, en el asfalto de la ciudad, habría parecido cosa de libros.
     Ciervos, corzos, jinetas, águila ratonera, halcón peregrino, ardillas, zorros, tejones, cuervos, garzas, un búho chico, son algunos de los más destacados vecinos que tenemos. En ocasiones basta asomarse a una ventana o salir a sacar la basura para tropezárselos. Algunos anidan en el mismo edificio, como mirlos acuáticos, murciélagos o petirrojos y uno siente algo orgullo ante semejante distinción. De otros se tiene noticia por las huellas que dejan como el jabalí o cierta ave nocturna que alguna vez ha pasado la noche rasgando la quietud de la noche con su fantasmal voz sin que por el momento sepamos de quien se trata.  
     En los últimos tiempos, algunos huéspedes del hotel me habían advertido que frente a la entrada principal pasaba un animal que no sabían clasificar. Decían que era oscuro y del tamaño de un gato, con semejantes pistas di por pensar que se trataba de eso; de un gato, ya que por la noche todos son pardos.
     Pero no. Una tarde, al final del día, cuando los colores se van borrando por la falta de luz que se escapa y todo bajo los árboles parece pertenecer a un estado perfecto, equilibrado y amable, un animalito cruzó tranquilamente a pocos metros de nosotros. Se entretuvo sin aparente inquietud en olisquear acá y allá, dudó un poco si continuar su camino que sin duda se le antojaba inquietante y, con toda la soltura que provoca el hábito, atravesó el puente y enfiló a la carretera. Los segundos que se mantuvo a nuestra vista seguramente fueron menos de los que recordaremos, pero bastante, no sólo para emocionarnos, sino para retener su imagen y consultar después para salir de dudas.
     Se trataba de una marta (martes martes) tan hermoso como todos los mustélidos y por esquivo atesoramos su recuerdo en el imaginario del hotel. De alguna manera lo convertimos en amigo predilecto, y es que cuando se aprecia la Naturaleza, lo que se siente es que con estos eventos ella derrama una parte de su generosidad. Uno, insisto, se siente distinguido por que un ser así, que podría pasar desapercibido de por vida, se deje ver y demuestre con su calma y hábito que se fía de nosotros. Si lo que se pretende es respetar en lo que se pueda al entorno estas son sus señales de respuesta; premios cientos de veces más valiosos que la suma de sencillos gestos cotidianos con los que tratamos de defenderlo.
     Lamenté que sus correrías habituales la llevaran a la carretera, se por experiencia que ningún animal es consciente ni por asomo del peligro que entrañan esas explanaciones duras y negras. Sencillamente, su respuesta evolutiva nunca se vio sometida a la presión de algo tan veloz, tan dramáticamente rápido.
     Sospeché que moraba en la cuadra abandonada, un lugar lleno de trastos al borde del bosque capaz para varios nichos ecológicos. Algún gato lo habita, consta y, sin duda, muchos otros animales de los que no tengo noticia. Por tratarse de un animal arborícola podría haber sido un castaño su casa, uno de los rugosos centenarios que se esparcen a las espaldas del hotel. El caso es que, empadronado en nuestro entorno, inmediatamente lo percibimos como un animal salvaje y, a la vez, doméstico. Libre para ir y venir a su antojo y sin embargo adscrito de alguna manera a nuestro propio terreno.
    Hay pocas experiencias que igualen el sosiego de una pradera salpicada de vacas paciendo. El rumor de sus cencerros, traído a través de una atmósfera embadurnada de aromas de hierba  y, acaso, la caricia suave de unas brisas montañeras, componen siempre esa estampa bucólica que no por manoseada deja de sernos grata a nada que le prestemos atención. La vaca es un animal, lento, bobalicón, que nunca se apresura si no se la incita y recorre metódica el terreno al que se la encomienda. El viajero ocasional las percibirá adscritas al prado en donde se las encuentre, pero los ciclos del ganadero disponen otra cosa. En el Norte es costumbre rotarlas por diferentes fincas hasta que en los meses de invierno, cuando se detiene el crecimiento de la hierba, se las alimente con forraje. Aún así aquí es poco corriente tenerlas estabuladas, y es posible encontrárselas por las laderas rapadas, y hasta con nieve, en las peores semanas del año.
     El ganado modifica el paisaje, lo doma, lo ordena el hombre para optimizar su esfuerzo. Sin embargo no se siente ese orden como un agravio al entorno, no en el Norte al menos. Al contrario; el uso secular del suelo armoniza el paisaje, delimita un entorno menos montaraz que apetece recorrer, dibuja una transición entre la fronda densa, a merced de sus leyes e instintos, y el medio humano, con sus ritmos y rutinas en ocasiones tan alejados de los procesos naturales.
     Alguien describió una casa de campo como algo semejante a un Arca de Noé. Una suerte de embarcación navegando –en este caso sobre el verde-, equipada con todo lo necesario para pervivir, tripulada por un clan familiar. Pueden imaginarse como islas también, habitadas por Robinsones generación tras generación. En todo caso la idea es la de un núcleo habitado, razonablemente acondicionado para sortear los avatares de muchas vidas, esculpido parte del terreno circundante para provecho propio y dejado el resto a su suerte, encomendado al apoyo vital, al mero esparcimiento del oxigeno, a la fuerza recicladora de la maquinaria imparable de lo simplemente natural.
     Tal vez ahora, superadas las estrecheces de la mera supervivencia del pasado, tenemos tiempo y espíritu para volvernos al entorno nada más que para admirarlo. La altura de nuestro edificio cultural nos ha hecho hoy entender el bosque como algo más allá de la amenaza o de la mera rentabilidad material y al paisaje humano de las granjas como huellas del esfuerzo de los antepasados, y este es el premio que ensancha nuestras afortunadas miradas. Vivir, siquiera por unos días, aproximados a tal belleza, debe proporcionar mejorías notables en nuestro carácter.
     Recomiendo un paseo de un par de horas por entre las fincas de Piloña, un recorrido por trochas, senderos y pistas que lleven de granja a granja. Tiempo para pensar en quienes configuraron aquellos caminos con sus pasos, con herramientas a veces sencillas, los esfuerzos de muchos durante muchos años, pero sobre todo los usos que se les dieron. Caminos que son lindes y, a la vez, líneas de mato donde medra la vida, refugios provisionales para ciertas correrías de caza, séase presa o emboscado. Los claros de las praderas que usan los animales salvajes como pistas rápidas y las sombras del bosque que el ganado necesita para guarecerse de las inclemencias. Hongos y troncos, reptiles, aves y arañas. Barro, piedras y helechos. Moras a veces. Sombras, cabañas, ovejas y casas. Humo en las chimeneas o ropa al sol en las fachadas. Paisanos que saludan, tractores y algún zorro. Es el menú que propone el chef de los paseos.
     Que nuestros pisotones no alcancen a degradar este tesoro es tarea fundamental, y sin duda pasa esa necesidad por el acercamiento de la gente a estos entornos. Una cercanía reverente, humilde, que permita que este hábitat devuelva las imágenes de los grandes y pequeños tesoros que acoge.
     Uno de esos inevitables pisotones acabó con la marta; la encontramos al amanecer de un día de verano espachurrada en la carretera. Que poca cosa parece un animal cuando se le va el aliento. Como sudario le pusimos nuestro recuerdo, el de su belleza y descaro, y las cosquillas que nos nacían en alguna parte cuando la vimos pasar por las tardes.


sábado, 9 de julio de 2011

JARDINES DE LUNA, POSQUITOS, BLUNCHITOS, TRUFFIS Y OTRAS HIERBAS




¿Qué es el Turismo Rural? Seguramente hay numerosas definiciones, unas más académicas y otras más técnicas, lo que me lleva a la certeza de que no existe una definición precisa. Ya es impreciso el concepto turismo, sin apellido.


Más allá de prescripciones estandarizadas por parte de las administraciones –las dieciocho administraciones- en España se ha convenido, más o menos, que el turismo rural se basa y nutre de una serie de establecimientos, legalizados o no, que se encuentran en pequeñas poblaciones o en el entorno natural de los campos y sierras. Sin embargo, y en mi opinión, eso no es todo, o no puede serlo, el tipo de turismo no lo determinan los alojamientos en los que se duerme, no es patrimonio de los hospedajes, aunque no pocos se cuelen por la rendija y se oferten en pueblos de cincuenta mil habitantes. Cabría preguntarse si por turismo rural se entiende (y así suma en las estadísticas oficiales) una pernoctación -en una casa rústica o en un hotel rural, lo mismo da- como una mera cama desde la que acceder a la visita de la Sagrada Familia de Gaudí o La Laboral de Gijón. El mismo argumento descalifica como turismo playero a dormir en un apartamento de Gandía para irse luego a escalar el Peñón de Ifach o a recorrer la serranía de Altura.
     El tipo de turismo lo define la vivencia que se hace el resto del día. Como propietario de un establecimiento calificado de rural puedo asegurar que son pocos los visitantes que verdaderamente se sumergen en las posibilidades del entorno, ya he dejado escrito en otras entradas de este espacio mi testimonio respecto a la inmensa proporción de turistas que peregrinan, de cola en cola, por los reconocidos lugares asturianos como si de rellenar un libro de ruta se tratara, en mi opinión eso no es turismo rural, es turismo de masas y merecería un desguace filosófico el tema de la inclinación que siente la mayoría a sentirse rodeados de semejantes, agrupados en aparcamientos, filas de hormigas en pos de una foto o esperas horarias a las puertas de cierto restaurante.
     Abril, una planta de hojas verdes con tres puntas, que puede crecer hasta los tres o cuatro metros en ramilletes de cañas desordenadas, recibe en esta región el nombre de mundo o mundillo. Yo, reconozco que la tengo algo de manía, ya que durante once meses al año no es más que un ramaje poco agraciado que, en el caso que nos trae, ocupa mucho espacio al borde del jardín.
     Sin embargo, por este mes comienza a echar unos cogollos verdes, a docenas, que, al paso de los días, se van aclarando y aumentando de tamaño hasta presentar unos floripondios grandes, blancos, que destacan desde lejos y embellecen uno de los costados de la casa. No requieren especial cuidado, y si lo requieren nunca se lo dimos, y conmueve contemplarlo embellecido por las flores, protagonizando una de las veredas del camino tras largos meses de ostracismo y desdén. Quizás sea una metáfora de la Naturaleza; si, simplemente no se la daña, da mucho más de lo que requiere.
     Hace unos días alguien muy aficionado a la botánica y a la jardinería que pasó por el hotel nos habló de los jardines de luna. Se trata, básicamente, de disposiciones florales blancas con el propósito de ser, entre otras cosas, contempladas a la luz de la luna llena. Más allá de valorar si dedicar una parte del terreno a tal menester, aproveché la primera luna llena de la primavera –esa que decide la Semana Santa- a observar el gran mundillo de la finca. La verdad es que no me pareció un espectáculo soberbio; la palidez del astro lunar no resaltaba particularmente lo florones del arbusto. Con todo, me dio para meditar sobre la delicadeza que algunas personas aportan a sus vidas. Los combinados que algunos rebuscan con el objeto de afinarse, vibrar con el entorno, dominado o salvaje, y me sentí hermanado con quienes aportan tales sensaciones a sus vidas.
     Por otro lado, la misma inocente planta, sirve para contemplar la actitud de los incívicos, maleducados y desconsiderados, ya que algunos se entretienen en arrancarle las flores a pesar de que evidentemente es parte de una propiedad privada. Como nadie de tal carácter piensa en su impacto muchos argumentan que sólo se llevan una flor, sin pensar que otros vendrán detrás con la misma ideología.
     No podría estimar qué porcentaje de lugareños o turistas tienen tal vocación, aunque creo que es propio de una sociedad con ciertos hábitos y tolerancia a conductas soeces e irrespetuosas. La proximidad de las vacaciones mezclada con esos incidentes me conduce a la reflexión de cierto tipo de gente forastera y turista que establece que el medio rural es un espacio de divertimento, una especie de museo gratis cuyas sencillas normas de uso consisten en hablar con condescendencia al paisano creyéndose de antemano superior y pasar por las propiedades de los demás como si fueran territorio conquistado. Es cierto que en el medio rural, poco habituados a persistencias delictivas y con un elevado rango de actividades que se realizan en el exterior, parte de las vidas privadas está expuesta, al alcance de la mano. Códigos no escritos prescriben la etiqueta a observar en cada caso. Avasallar, meter las narices porque se vea una puerta abierta, agarrar una herramienta aparentemente abandonada, asustar a un animal que pasta, recorrer traseras y leñeras y, sobre todo, reír esas gracias, pueden o no ofender a quien allí vive, pero califican bien abajo a quien lo hace.

La gente del campo no es parte de un museo al aire libre o un escaparate que alguien puso allí para completar un espacio bucólico. Saludar a un vecino es norma habitual, recorrer con respeto caminos que llevaron años configurar, observar con interés pero con cortesía sus actividades o sus espacios, admirarse de sus trabajos, no molestar a sus animales parecen actos coherentes, sin embargo no son pocos los que se comportan como invasores, despreciando aquello que pisotean. La tentación de colocar carteles de advertencia o prohibición debería ser mitigada por una mayoría de visitantes respetuosos, honestos, conectados con el entorno y que empaticen con quienes aquí moran. Muchos vinimos aquí huyendo de las vallas, de los límites, sería nefasto que las conductas indeseables nos llevaran a traicionarnos.
     Un pequeño establecimiento supone un diálogo. Evidentemente no es posible ofrecer los servicios de un resort de doscientas cincuenta habitaciones, sin embargo, aunque obvio para muchos, no lo es para otros. Una de las ventajas de los pequeños hoteles puede ser la cercanía al pasajero, convertirlo en persona, no en el número de su habitación. No es raro que terminemos hablando de asuntos personales con algunos. Esa sensación de sentirse en casa no puede más que alcanzarse con un flujo empático entre viajero y hospedero, una sintonía que se alcanza al conseguir vibrar en las mismas notas. Si por alguna de las partes no se logra, la relación se distancia y, lamentablemente, el pasajero pierde la dimensión precisa de lo que se le ofrece y podría disfrutar.
     Comprender las limitaciones de un modesto establecimiento es parte de ese pacto tácito que se debe procurar. Los niños representan el espíritu de sus mayores, ahora se ha establecido una cultura de que ellos son pequeños príncipes a quienes nada ha de faltar. Príncipes, reyezuelos o tiranos, según los casos. Aplicar sus caprichos a un negocio ajeno no sólo raya la dictadura sino que pone de manifiesto la carencia de respetos por lo que se visita. Exhibir un ejemplo clásico acaso ilumine el argumento; Desayunos, tener cereales en la despensa es un comodín. Cada negocio dispone a su entender los alimentos que se ofertan, igual que la pintura de las paredes o la decoración de los baños. El detalle de tener algún producto fuera de la oferta habitual no es más que una deferencia testimonial. Es imposible cubrir las expectativas de todos, y aún menos las de unos marquesitos de bolsillo, agasajados de continuo con la marca de sus caprichos. Pretender que un hotel rural no está a la altura y sentirse contrariado por que carezca de Gorkitos, Punchitos o Flopitos está en intima relación con el turista incapaz de desactivar sus pautas del mundo que habita. Quizás sea el mismo que trata desde una superioridad ficticia al paisano labriego, el que ante la puerta de un establo deja constancia del asco que le provoca el olor a estiércol, quien penetra en la leñera ajena y manosea objetos de otro.

Tal vez sus casas son castillos, sí, de altas murallas que impiden no la entrada del invasor en sus vidas, sino la salida de sus almas al mundo. Nuevamente nos hallamos ante quienes de tanto mirarse en el espejo olvidaron asomarse por las ventanas.



lunes, 11 de abril de 2011

Los Ruidos del Campo

     Se sabe, por increíble que parezca a bote pronto, que no siempre el ser humano, en el devenir de sus días, vio e interpretó la misma cantidad de colores. Es difícil de entender, y no es éste lugar para profundizar en ello. Suelo explicarlo con el ejemplo de un paseo por el campo.

     Caminando por el medio natural, y dando por sentado que quien lo hace posee un mínimo de emociones que le permiten conectar con el entorno, hay niveles de entendimiento a medida que el conocimiento es más amplio. Si nos centramos en la vegetación, al paseante poco iniciado un bosque atlántico como este de Asturias puede parecerle armónico, bello, agradable, y se verá rodeado de una masa forestal verde, espesa, cerrada, agobiante a veces, y rota su continuidad por praderas diáfanas igualmente verdes separadas unas de otras por setos vegetales o bosquetes primigenios.

     La ausencia de conocimientos resta información. Si se es capaz de distinguir los helechos, sus distintos tipos, las hayas de los robles, los musgos de los líquenes, los tojos de los tejos, las mimosas, los laureles, el arce atlántico, en fin, toda ese conocimiento se convierte en un lenguaje, en un modo de entrevistarse con el medio que, por aumentar nuestra percepción, mejora, sin duda, la calidad espiritual de esa conexión natural. Todo tiene su por qué, sus equilibrios, sus horas y sus estaciones, los colores, las floraciones y las tersuras son diálogos a los que conviene aproximarse.

     Con los sonidos sucede lo mismo. Ahora estamos en primavera, si se presta atención uno descubre el sinfín de cantos que tienen las aves. Un paseo con un experto o un buen aficionado puede aclarar mucho, pero, aún sin tal compañía, conviene dejarse hipnotizar por esa mezcla de cantos, pitidos, trinos y graznidos de toda condición. Las melodías de algunos son sorprendentemente complejas y sus afinaciones una delicia. Los herrerillos, los jilgueros o los mirlos emplean técnicas admirables. Aunque no se sepa mucho, basta con media tarde de atención para comprender que tras ese aparente lío existe un estricto ordenamiento sonoro, formidables y complejos lenguajes que el bosque hace suyo. Esa voz tiene avisos, trampas, disputas, arrogancias, temores, ausencias, territorios. Los mismos insectos, con sus zumbidos y aleteos, molestos a veces, certifican que la estación de la quietud; el invierno, ya es historia También los silencios tienen lectura; basta el vuelo rasante del águila ratonera para acallar muchas voces, después, todo vuelve a sus ruidos.

     La noche tiene los suyos, el búho chico, las lechuzas, emiten de desde la espesura, con su fantasmal voz, un placentero testimonio de la salud del bosque. Todo en orden. Se debe escuchar el ladrido de los corzos, los aguerridos mugidos del ciervo en la berrea otoñal, el grito del lirón, los chillidos de las ardillas o el croar de las ranas. Verdaderamente, perderse tales manifestaciones, es cerrar una ventana durante la estancia en el campo, es como borrar algunos colores, evitar matices que ayudan a apreciar el entorno. Las guías de campo y la voz de los paisanos son buenas ayudas para mejorar el entendimiento, la comprensión.

     La presencia del hombre también tiene sus sonidos propios, y son certificados inequívocos de que se está en el campo. El ladrido lejano de un perro, los cencerros de las vacas, sus mugidos entre aburridos y melancólicos, el canto del gallo, las ovejas, unos gatos en celo. El campanario, y hasta las maniobras de un tractor en la pradera también son sonidos propios del lugar, y sustituyen a otros urbanos a los que el hábito condena a la impunidad; los ecos del botellón, el camión de la basura, el claxon a deshora, el claxon a su hora, la música del pub, el acelerón y su derrape, otro claxon y las innumerables ambulancias y sirenas de toda condición que no siempre permiten oír a las excavadoras en su trasiego infinito. Puede parecer increíble, pero se han dado casos de personas alojadas establecimientos rurales que han puesto denuncias porque esos inusuales ruidos del campo; una campana, un gallo, se han colado por la rendija de su consciencia.

     Quizás sea el temor a escucharse a uno mismo, asomarse a un vacío mayor que el que propone la ausencia de taladros. No se puede comprar la quietud absoluta, esa sólo mora en lo profundo de las cuevas, en un abismo de oscuridad y silencio impactante y rotundo, algún día hablaremos de las cuevas, entretanto, hay que dejarse mecer por los sonidos del medio, como el viento, el oleaje batiendo los cantiles y la voz oxidada de las gaviotas suspendidas de las brisas revueltas. Ya se recomendó en anterior entrada La Senda Costera, apta especialmente para esta estación y, a pesar de que se hoy proponen oídos, se trata de un recorrido de luz, de espacios y de colores intensos en un día soleado. Un paseo que recarga el optimismo, dora la piel y limpia con salitre los pulmones.

     Los sonidos nos suspenden en unas redes en las que se agudiza la mirada interior, esa otra que se hace más allá de los ojos. Para los valientes, los atrevidos y aquellos que buscan diversas maneras de percibir el entorno, sería buena una caminata que más es una experiencia, la Luna llena de Semana Santa es optima para ello, aunque cualquier plenilunio y lugar servirá. La luz lunar en una noche clara es incomparable e inimitable, ningún artista, pintor, fotógrafo, poeta o ensayista ha logrado reproducirla con exactitud, acaso porque lo que se percibe bajo su pálida luz lo captamos más con el corazón que con los ojos.

     Mi propuesta por la zona arranca del pueblo de Villamayor. Un camino claro, arrimado a un pequeño río, discurre por un bosque. No se deben hacer estos caminos nocturnos en grupos numerosos, dos o tres está bien, ir solo es emoción pura. La pista no se pierde, iluminada por la luna, y las sombras de las ramas se proyectan con asombrosa nitidez a nuestros pasos. Quizás oigamos algún ave nocturna, o se espante a un jabalí o corzo que, en su estrepitosa fuga, nos sobresalte, tal vez una vaca rumiando tranquila junto a la cerca de piedras, o el tolón de su cencerro, todo emana sosiego, paz, la que el viajero viene a lograr en un lugar así. En algo menos de una hora se llega a un pequeño claro a orillas de una charca sobre la que se precipita una cascada de cuatro o cinco metros. Sentarse en silencio a unos metros, echar un cigarrillo quien lo considere, o un trago de algo, ante el fulgor blanco de la espuma, el ruido del agua al golpear, la ebullición de la charca, y toda esa gama de matices mortecinos de la luz lunar ha de provocar, irremediablemente, un cosquilleo cuya descripción excede las posibilidades de quien esto escribe.

     Tras esta comunión, el regreso se hace renovado, ligero, son cincuenta minutos de claros de luna, de recobrar el estado normal de la piel, amortiguar el cosquilleo, preguntarse… se deben provocar experiencias así, remover la sangre, expiar antojos costosos y aparatosos, sencillamente, para que una emoción impacte en nuestro interior, es necesario que haya eco.

domingo, 10 de abril de 2011

Feria de Abril...y olé!!!

     Dentro de unas pocas semanas, coincidiendo con el Puente de mayo, ese que en Madrid se le llama el del 2 de Mayo y en otros lugares la Fiesta del Trabajo, en Infiesto, Piloña, un no muy conocido rincón del Oriente de Asturias, se celebra una versión de la Feria de Abril.
     Dicen en los mentideros que hace unos cuantos años, no muchos, un grupo de gente local, con el ánimo de activar el desmayo circundante y pasarlo bien por unos días, organizaron un festejo que en localizaciones mucho más meridionales tiene arraigo, solera y una razón de ser sin la que no se concibe la vida terrenal. Tan exótica propuesta no debió carecer de detractores o, al menos, avisados que auguraban un estrepitoso fracaso y quebranto económico bastante como para no intentarlo nunca jamás.
     No debió ser así, y, si el primer año fue una fiesta para treinta, al año siguiente lo fue para cien, tal vez al otro fueron mil, o dos mil. Los océanos los cruza quien se atreve, nunca se ahoga el que queda en la orilla dando instrucciones y consejos. Hoy en día, a pesar de las vicisitudes económicas por las que atraviesa el mundanal mundo, acuden, a este no muy conocido rincón asturiano, entre treinta y cincuenta mil personas. Excuso comentar que, como mínimo, es un bálsamo para la economía local, un vaso de algo frío en una jornada calurosa. Para que nada le falte, la fiesta cuenta con su contingente de detractores, la mayoría con el ingenuo empeño de que no se trata de un acontecimiento con asturianía bastante.
     Al margen de tales diretes, se ha impuesto, por el mero peso de la fuerza de la gravedad, la consolidación de tal feria. Quien siendo de lejos y aparezca sin aviso por acá se llevará la sorpresa de un engalanado pueblo, con sus casetas, su flamenco resonando día y noche y legiones de personas que, con más o menos fortuna, tratan de solventar las sevillanas. No pocos se disfrazan para la ocasión con tradicionales atavíos propios de la fiesta en el sur y, como cabía esperar, el sincretismo festivo se extiende con naturalidad, alternándose el consumo de la manzanilla y el rebujito con el de la sidra.
     Para acabar, el último día, una impactante misa romera en el Santuario de la Virgen de la Cueva con varios centenares de jinetes, carruajes y romeros de toda condición que, si el tiempo lo permite, se despedirán hasta el año que viene comiendo en las praderas, en los mesones o en casas de conocidos. Una autentica curiosidad turística y, en un mundo libre, quedará disculpado quien, por preferir un retiro más sosegado, opte esta vez por otros rincones del Norte.
     Para quien se atreva a venir, no sólo se encontrará una fiesta, con sus excesos y sus virtudes, también hallará, a pocos pasos del pueblo, una naturaleza arrebatadora que se dispara en primavera. Los prados, incluso aunque se sieguen, se pueblan de flores, carillas de colores que por millones alegran la vista. Los pájaros enloquecen en sus asuntos de nidos y parejas y pían todo el día con sinfonías más complejas en tanto y cuanto su territorio sea más poblado por competidores. Los ríos aún traen buena agua, en cauces tan cortos cono estos de aquí las lluvias se hacen sentir en su caudal y desaguan rápido, los saltos cristalinos y las charcas transparentes son avistadero de truchas, piscardos y otras especies. La masa verde que tupirá el bosque es perezosa en estas regiones, y aún le quedan semanas para tapizarse, pero, a cambio, los desagües del excedente invernal, convierten el piso de las arboledas en una red de arroyos, escorrentías y canalillos de aguas saltarinas que, por ancestrales motivos biológicos, conectan con el alma de los paseantes. Todo ese cantagrel subraya la alegría que parece emitir la Naturaleza, emoción muy contagiosa para quien decide recorrerla con los sentidos atentos.
     No cabe duda de que este es otro motivo más para venir, uno inesperado, exótico acaso, pero el viajero ha de someterse a los avatares de lo inesperado. Y saldrá ganando, siempre.

miércoles, 2 de marzo de 2011

TURISMO DE EXPERIENCIAS

En breve se pretende impulsar una novedad turística en España, se trata de un concepto que toma cuerpo de catalogación y, en cierta forma, es algo innovador como en su día, hace 25 años, lo fue el turismo rural, también nacido en Asturias.

En La Vieja Posada aspiramos a dicha catalogación, es un recurso empresarial más, quien se haya tomado la molestia de seguir las anteriores entradas de este Blog sabrá que la filosofía de fondo de quienes sostenemos este alojamiento siempre ha sido la impregnar al viajero de algo más que unos días y unos paisajes para la colección de fotos, de manera que, lo oficial, converge con el espíritu que algunos tenemos de serie.

¿Qué diferencia a un turista de un viajero? La respuesta parece perderse en una difusa frontera existencial. Paul Bowles, en El Cielo Protector, da una pista importante: El turista viaja con billete de regreso, el viajero no.


Con todo, conscientes de las limitaciones de la vida actual, no aspiramos a mantener un negocio sólo con viajeros, pero de alguna manera anhelamos una leve criba que anime a quien de verdad – y no porque esté de moda- busque algo lejos de los monocultivos turísticos, de los estándares de calidad artificiales en los que lo mismo entra una cadena de hamburgueserías que un spa de chocolate.


El dañino pensamiento único abruma al pequeño independiente y, en cierto modo, lo convierte en un guerrero idealista. La manoseada imagen del individuo tumbado al sol como paradigma de la felicidad absoluta tiene ahora el inestimable refuerzo del “yo no soy bobo”; ofertas al 50% y 60% insostenibles para pequeñas estructuras que no se pueden permitir a ese tipo de clientes gorrones a quienes de ninguna manera van a fidelizar, pues en su esencia está la adoración al dios chollo. Solamente con una comprometedora pérdida de calidad es posible acceder a tales modos comerciales, el modelo de negocio cuantitativo NO es compatible con el de aquellos que no viajan para desconectarse del mundo, sino para conectarse a él, a desconocidas y enriquecedoras facetas del territorio que habitamos.


Si duda alguna el bienestar no se puede comprar en un folleto, y todo lo que recibe un nombre adquiere mercantilmente un uso que puede resultar engañoso. Experiencia, por descontado, se asume siempre que se viva, se viaje o no. La experiencia puede ser buena o mala, y en ningún prospecto serio se puede asegurar que valdrá lo que se pagó por ella. Las guías Lonely Planet, Trotamundos, Guides Bleus, etc fueron durante mucho tiempo la muleta en la que se podía apoyar el viajero que tentaba a los destinos inhabituales. Ahora, la red cibernética aporta nuevas miradas en tal sentido, http://www.trourist.com/login o http://www.latourex.org/latourex_en.html son ejemplos y, buceando por ahí, he topado con curiosidades que no me resisto a compartir. Por ejemplo algo llamado “Anacroturismo”, viajar de manera arcaica (en un viejo auto, por carreteras secundarias, en carro…) o también “Ero Travel” una pareja que viaje por separado a un lugar y trate de encontrarse. Se puede escoger al azar un lugar por coordenadas y dejarse caer allí a ver que sucede… como se puede ver sólo la imaginación es el límite a nuestras experiencias (véase airport travel, persecución…)






El cielo, el infierno, el hastío o el clímax están en nosotros, activarlos es consecuencia de nuestra mirada, nuestros actos, nuestras expectativas…





En La Vieja Posada propondremos a la autoridad turística nuestra humilde aportación para ser acreditados como un alojamiento “que vende experiencias” con –para empezar- un par de sencillas actividades que encajarán en el epígrafe Turismo de Experiencias Gastronómico. Básicamente se trata de llegar caminando por un recorrido singular (paisajístico, humano, histórico, monumental…) hasta un escogido restaurante local en donde regalarse, tras la caminata, con una merecida pitanza. A continuación comparto una de las ofertas.



Se sale del hotel en dirección a Infiesto. Sin entrar en la población hay que buscar la pequeña carretera que sube a Biedes, unas cuantas curvas cuesta arriba no deben desanimar a quien espera de la caminata una recompensa. Rebasada la pequeña localidad una carretera sin apenas tránsito nos llevará entre praderías inmersos en un lindo paisaje. La actividad en éstas dependerá de la estación anual, se puede ver la recogida de las manzanas, la poda, siega, roturación o pasteo ganadero. Hacia el sur la formidable cordillera corre paralela a la marcha y propone la ensoñación a través de numerosos valles y cañones que ascienden por sus laderas. Pueblos y agrupaciones vecinales se divisan a lo lejos, insertadas en la mole montañosa.

Pronto aparece a mano izquierda otra carreterita que asciende hacia un área recreativa; Monte Cayón. Otro empujón al ánimo con la certeza de que el esfuerzo valdrá la pena, unas pocas curvas que dibujan a cada cual el valle que nos traía, más y más alejado y, al fin, se llega a unas praderas de uso lúdico; parrillas, una fuente, sombras y el impactante paisaje del valle del río Piloña con las montañas de fondo. Un mirador explicativo ha sido instalado recientemente para situar puntos reconocibles.

Paisaje, sombras y agua, solaz del caminante. Con el espíritu refrescado por la vista y el momento se reanuda la marcha, un descenso entre pinos repoblados por la vertiente norte activará, sin duda, la charla de los caminantes. Se llegará a una pista asfaltada de uso casi ganadero que se ha de seguir hacia el este. Tojos, monte bajo y áspero que acogen, quizás, a rebaños de vacas, nos acompañan hasta un altozano donde una granja parece dividir el territorio. Se sigue descendiendo por la bacheada pista, ahora de tierra, atravesando campas con el paisaje abierto al norte y con el macizo de El Sueve delante, como si fuera a ser destino y no mero marco visual.

Alimoches, águilas ratoneras y, con seguridad, gamos, aparecerán por el entorno y dejarán un grato recuerdo del paseo. Pronto nos sumergiremos en un bosque de robles y castaños que atraviesa el camino que traemos hasta desembocar en el pueblito de Valles. La Asociación Cultural Bocanegra puede haber pergeñado uno de sus fabulosos eventos musicales para ese mismo día, una buena manera de terminarlo sí, después de comer, quedan ánimos para alargar el cuerpo hasta la fiesta.

Se continúa bajando entre bosques y praderas hasta el río Piloña que nos abandonó al principio de la marcha. Una deliciosa carretera sin sobresaltos por su vereda nos llevará hasta un antiguo y sólido puente que lo cruza para meternos en la población de Antrialgo.

Nos espera allí la excelente mesa de La Posada de Antrialgo www.antrialgo.com Eugenia y Edu no sólo repondrán esmeradamente las fuerzas de los caminantes; convertirán la comida en el adorno definitivo de un buen día.

Para el regreso se puede optar por llamar a un taxi, diez escasos minutos de coche nos separan, si queremos, de una culminante siesta en el hotel. Toda una experiencia.



viernes, 4 de febrero de 2011

EL CRUDO INVIERNO (Abarritedicolamanadecoa)

 

     Febrero, en estos días el invierno largo del norte parece interminable. Hace mucho tiempo que hace frío, que los días son cortos, las tardes largas y la perspectiva hacia adelante dibuja el horizonte aparente de muchas semanas más de este modo.


     La visión de un bosque desnudo de hojas tiene el sesgo melancólico de una casona abandonada, desamueblada, y lo subrayan más los silencios de las aves; la ausencia de sus jolgorios viene a ser como la tesela que le falta al mosaico; se intuye que algo pasa, o acaso, que algo no pasa. Las nieblas tienen día sí, día también, el empeño de permanecer sobre los ríos, y arriba, las montañas, cargan nieve desde media falda. La imagen es bella y sin embargo, cuando se ha de vivir en este entorno, una incomoda punzada anida bajo la piel y puede manifestarse en brumas emocionales.

     La luz de los días es corta, a veces escasa, abrumada por la densidad de las nubes que a menudo vuelcan lluvias que desangelan aún más las semanas, y de alguna manera, parece que el mundo propone pesimismo y desmemoria.

     Pero el invierno, es, al fin, un estado de ánimo. Cierto que las actividades al aire libre están muy comprometidas. Algunos días las inclemencias definitivamente lo impedirán, pero, aunque un sencillo paseo pueda terminar en un despropósito de mojaduras y frío siempre se hallará recompensa en una buena ducha, estufa y ropa seca, imbatible solaz del caminante invernal.

     En su largura el invierno va perdiendo partes, esencia, no estar distraído ayuda a verlo; la noche se acorta notablemente, la última semana bastaba con levantarme al amanecer para sorprender a unos corzos rezagados en la finca del hotel. En unos pocos días ese amanecer ocurría antes del final de mi sueño y los animales han ido quedando a salvo de mi impertinente irrupción. Espero que también de los cazadores. Las aves aumentan la densidad de sus conferencias entre los árboles pelados y cualquier actividad en el bosque parece contar con más compañía.

     Para estos días propongo, no una caminata, sino una mirada. Las herramientas son sencillas, basta salir al exterior en una noche despejada, gélida, se puede desafiar al frío con los avances humanos que nos cubren de magnificas prendas, no queda excusa. Hará falta mirar al cielo para fascinarse ante la claridad del panorama celeste, las estrellas se ven limpias, abundantes, como una cosecha que por alguna razón ancestral nos impacta. Su contemplación invariablemente conduce a reflexiones profundas, ensoñaciones, silencios. Orión, la constelación del invierno, protagoniza un buen trozo de ese cielo, pronto se irá hundiendo, de regreso al sur, y no volverá a dejarse ver hasta después del verano. Algunas constelaciones, con su presencia rotunda e inequívoca parecen mirarnos desde el firmamento, otras las podemos crear nosotros, juntar esta y aquella para formar figuras que, como los dibujos en la arena, se ha de llevar el viento, y el tiempo.


     De pequeño leí un relato que sucedía en un imaginario país, o mundo, en el que las cosas buenas de la vida volvían a reaparecer, los amigos y animales queridos que nos dejaron habitaban ahí, gobernados por caballos. Aquel territorio emocional se llamaba Abarritedicolamanadecoa. Sugiero buscar un espejo, cuanto más grande mejor. Se ha de colocar en el suelo y permitir que las estrellas se reflejen en él, hay que acercarse al borde y mirar, dejar vagar la vista, concentrarla en ese cielo visto para abajo, entender su superficie como un agujero en el suelo que da ¡al cielo! La oscuridad, por descontado, será absoluta. Ayudará el silencio o, a lo más, los sonidos que proponga la noche…


     De pronto el observador sentirá vértigo, el vacío de la inmensidad del cosmos nada menos que a sus pies. Quizás la inercia de nuestra comprensión, habituada a leer el cielo hacia arriba, quede confusa ante la nueva propuesta. Se ha de mirar con otros ojos, unos indefinibles que iluminan la mirada interior, una que hace lecturas más allá de los espectros luminosos. La experiencia vale la pena y sólo es apta para gente sensible, densa y abierta.


     Mientras, los días pasan. Es buena época para podar, preparar el huerto, trasplantar. He plantado estos días sesenta arbolitos, apenas son un tallo frágil e insignificante. Los dejo en tierra, encomendándolos a la fortuna y al empuje irresistible a medrar que posee la vida. Ignoro cuantos de ellos llegarán a ser árboles de gran porte, pero estoy seguro de que ni yo, ni quienes ahora lean esto, los verán bajo su sombra. Al plantarlos, una y otra vez merodea por mi cabeza una canción que Tolkien pone en boca de Bilbo Bolsón en el Señor de los Anillos;


Me siento junto al fuego y pienso,

Como será el mundo que yo no pueda ver ,,,

,,,Por que cada bosque y primavera tienen un verde distinto  



     Quizás, entonces, cuando esos árboles sean contemplados desnudos de hojas, un invierno de otro tiempo, alguien se pregunte por quién los puso ahí. Quizás, entonces, nosotros estaremos con nuestros pares en otro lugar, acaso Abarritedicolamanadecoa.

                                                                    http://www.laviejaposada.es/

jueves, 4 de noviembre de 2010

CAMBIO DE HORARIO














Desorientación, insomnio, perdida del apetito, mareos, subidas de tensión, irritabilidad, estrés… ¿síntomas de una enfermedad? No. Al parecer, es lo que nos ocurrirá a los desprevenidos ciudadanos a causa del habitual cambio de horario que se produce todos los otoños con el fin de conseguir unos misteriosos ahorros energéticos que nadie percibe.
Los medios de descomunicación, en su desaforada carrera por sumir al ser humano en la mediocridad, van aumentando, año a año, los niveles de alarma respecto al hecho –irrelevante- de modificar el tiempo del reloj en ¡una hora!. Más allá de algún contratiempo anecdótico, es imposible que a un ser vivo normal le ocurra algo por tan pequeño cambio. Sin embargo, los días anteriores al suceso el tratamiento informativo que se le da parece advertir del advenimiento de un dios, o el impacto inevitable y devastador de algún cuerpo cósmico. Vaya modificando sus hábitos paulatinamente las semanas previas, de paseos largos, ingiera alimentos bajos en colesterol -¡ay el colesterol!- o reduzca sus ansias con tal medicamento son algunas de las ridiculeces que uno llega a oír o leer ante tal evento.
Cierto que, para quienes vivimos esclavos del reloj -una mayoría aplastante-, este cambio otoñal prescribe la entrada al invierno, y, en el medio natural, el acortamiento progresivo de la luz diurna sufre un sobresalto con el cambio; aquí el clima, las horas de luz, las borrascas tienen una notable entidad que en el medio urbano se pierde y quedan muy estrechas las opciones de actividades al aire libre hasta que, entrada la primavera, otro vuelco semejante nos devuelva el espacio luminoso suficiente como para disfrutar del entorno más a nuestras anchas.
Pero el otoño, por definición, es la época en la que recoger los frutos. Más allá de las cosechas de los huertos, el bosque se empeña, año tras año, en desprenderse a partes iguales de colores cálidos, hojas, bayas y frutos diversos. Pasaron las avellanas, las moras, aún a finales de verano, luego fueron las nueces y ahora el Norte propone castañas y setas. De éstas, en el concejo de Piloña, la Sociedad Micológica local acaba de exponer trescientas variedades de las que un 97% han sido recogidas a menos de tres kilómetros del casco urbano, ¿alguien da más? http://www.infiesto.com/peudellobu/
Un paseo por cualquiera de nuestros bosques, en una agradable mañana otoñal, es un regalo para la vista. Si es junto a un río, los destellos del agua cantarina animarán nuestra marcha y acaso disimulen el vacío del revoloteo de los pajarillos, ocupados ahora en otras tareas que no pasan por cantar. Algunas de estas aves emiten silbidos dispersos, que en el bosque húmedo y semidesnudo suenan melancólicos y faltos de compañía. Los tapices de hojarasca crepitan bajo los pasos del caminante y con seguridad ayudan a prevenir a los animales de nuestra presencia, pero es posible toparse con un ciervo, corzo o jabalí que, por falta de denso follaje y gracias a esas mismas hojas que nos delataron pueden quedar fugazmente a la vista unos emocionantes segundos. Habría que ser muy hábil para alcanzarles con una buena foto, pero no está de más intentarlo, con un buen objetivo se pueden hacer ocasionalmente aceptables tomas pues los ungulados tienen como método de defensa pasar desapercibidos y, si no se sienten particularmente amenazados, es posible que resistan a la tentación de la carrera hasta que la tensión rompa esa opción de inmovilidad.
Sin ser experto en setas cabe la oferta de admirarse con sus formas y colores, con las colonias que algunas especies forman, con sus tamaños tan dispares y con la fragilidad de muchas de ellas. En unos baremos que van desde unos pocos milímetros hasta varios kilos caben multitud de variedades que estos bosques exponen como muestra de su riqueza y prístina limpieza.
También nos entra el bosque por su olor, ahora toca la turba, la tierra mojada rica en compost vegetal, son aromas frescos, poco intensos y evocadores. Es necesario permitir por cualquier medio el paso de sensaciones a nuestro interior, llenarse de bosque, para apreciarlo y conmoverse con su equilibrada fragilidad.
Tiene buen gusto la Naturaleza, pinta con delicada armonía en un lienzo de tres dimensiones en lo que todo parece encajar, un paisaje existe cuando lo miramos sin ninguna intención de verlo útil, y los matices de tal dibujo son chocantes subrayados que titilan aquí y allá; las bolitas carmesí del acebo, sus brillantes y tersas hojas, el verde fosforescente de algunos líquenes, el rojo mustio de la amanita muscaria, en fin.
Si nos descuidamos, la hora de la comida marca la hora del regreso, pues el freno del reloj pliega la tarde y hace coincidir ese momento con el declinar del día. El sol es muy oblicuo y se escapa de los barrancos con notable rapidez, dejándolos un tanto desangelados con su ausencia y las voces de algunos animales como el ladrido del corzo pueden oírse lúgubres en la espesura.
Me resisto a dejar pasar la ocasión de hablar de las nieblas. No se puede concebir el Norte si ellas, un paseo matinal entre ellas permite componer una nueva dimensión del entorno, los matices difuminados favorecen nuevos enfoques, acaso interiores, afilados por el sobreesfuerzo de prestaciones que reclamamos al resto de los sentidos a fin de situarnos. Todo parece cambiar y sin embargo es lo de siempre, las miradas se hacen distintas y es diferente el sentido de las respuestas que se perciben. Caminar entre la niebla sin peligro es un regalo que todos amante del medio natural se debe hacer.
El ocaso es tal vez el inicio de una manera distinta de pasar la tarde. Castañas asadas en un hierro al fuego, un vaso de vino, unas pocas nueces, un libro, quizás música, el repaso de las fotos de la jornada. Se admite la televisión, pero es obligada una actitud crítica hacia sus mensajes; tenemos el antídoto, esa hora no nos cambia, ni nos altera, esa hora no nos pierde…la ganamos, hace tiempo.