sábado, 9 de julio de 2011

JARDINES DE LUNA, POSQUITOS, BLUNCHITOS, TRUFFIS Y OTRAS HIERBAS




¿Qué es el Turismo Rural? Seguramente hay numerosas definiciones, unas más académicas y otras más técnicas, lo que me lleva a la certeza de que no existe una definición precisa. Ya es impreciso el concepto turismo, sin apellido.


Más allá de prescripciones estandarizadas por parte de las administraciones –las dieciocho administraciones- en España se ha convenido, más o menos, que el turismo rural se basa y nutre de una serie de establecimientos, legalizados o no, que se encuentran en pequeñas poblaciones o en el entorno natural de los campos y sierras. Sin embargo, y en mi opinión, eso no es todo, o no puede serlo, el tipo de turismo no lo determinan los alojamientos en los que se duerme, no es patrimonio de los hospedajes, aunque no pocos se cuelen por la rendija y se oferten en pueblos de cincuenta mil habitantes. Cabría preguntarse si por turismo rural se entiende (y así suma en las estadísticas oficiales) una pernoctación -en una casa rústica o en un hotel rural, lo mismo da- como una mera cama desde la que acceder a la visita de la Sagrada Familia de Gaudí o La Laboral de Gijón. El mismo argumento descalifica como turismo playero a dormir en un apartamento de Gandía para irse luego a escalar el Peñón de Ifach o a recorrer la serranía de Altura.
     El tipo de turismo lo define la vivencia que se hace el resto del día. Como propietario de un establecimiento calificado de rural puedo asegurar que son pocos los visitantes que verdaderamente se sumergen en las posibilidades del entorno, ya he dejado escrito en otras entradas de este espacio mi testimonio respecto a la inmensa proporción de turistas que peregrinan, de cola en cola, por los reconocidos lugares asturianos como si de rellenar un libro de ruta se tratara, en mi opinión eso no es turismo rural, es turismo de masas y merecería un desguace filosófico el tema de la inclinación que siente la mayoría a sentirse rodeados de semejantes, agrupados en aparcamientos, filas de hormigas en pos de una foto o esperas horarias a las puertas de cierto restaurante.
     Abril, una planta de hojas verdes con tres puntas, que puede crecer hasta los tres o cuatro metros en ramilletes de cañas desordenadas, recibe en esta región el nombre de mundo o mundillo. Yo, reconozco que la tengo algo de manía, ya que durante once meses al año no es más que un ramaje poco agraciado que, en el caso que nos trae, ocupa mucho espacio al borde del jardín.
     Sin embargo, por este mes comienza a echar unos cogollos verdes, a docenas, que, al paso de los días, se van aclarando y aumentando de tamaño hasta presentar unos floripondios grandes, blancos, que destacan desde lejos y embellecen uno de los costados de la casa. No requieren especial cuidado, y si lo requieren nunca se lo dimos, y conmueve contemplarlo embellecido por las flores, protagonizando una de las veredas del camino tras largos meses de ostracismo y desdén. Quizás sea una metáfora de la Naturaleza; si, simplemente no se la daña, da mucho más de lo que requiere.
     Hace unos días alguien muy aficionado a la botánica y a la jardinería que pasó por el hotel nos habló de los jardines de luna. Se trata, básicamente, de disposiciones florales blancas con el propósito de ser, entre otras cosas, contempladas a la luz de la luna llena. Más allá de valorar si dedicar una parte del terreno a tal menester, aproveché la primera luna llena de la primavera –esa que decide la Semana Santa- a observar el gran mundillo de la finca. La verdad es que no me pareció un espectáculo soberbio; la palidez del astro lunar no resaltaba particularmente lo florones del arbusto. Con todo, me dio para meditar sobre la delicadeza que algunas personas aportan a sus vidas. Los combinados que algunos rebuscan con el objeto de afinarse, vibrar con el entorno, dominado o salvaje, y me sentí hermanado con quienes aportan tales sensaciones a sus vidas.
     Por otro lado, la misma inocente planta, sirve para contemplar la actitud de los incívicos, maleducados y desconsiderados, ya que algunos se entretienen en arrancarle las flores a pesar de que evidentemente es parte de una propiedad privada. Como nadie de tal carácter piensa en su impacto muchos argumentan que sólo se llevan una flor, sin pensar que otros vendrán detrás con la misma ideología.
     No podría estimar qué porcentaje de lugareños o turistas tienen tal vocación, aunque creo que es propio de una sociedad con ciertos hábitos y tolerancia a conductas soeces e irrespetuosas. La proximidad de las vacaciones mezclada con esos incidentes me conduce a la reflexión de cierto tipo de gente forastera y turista que establece que el medio rural es un espacio de divertimento, una especie de museo gratis cuyas sencillas normas de uso consisten en hablar con condescendencia al paisano creyéndose de antemano superior y pasar por las propiedades de los demás como si fueran territorio conquistado. Es cierto que en el medio rural, poco habituados a persistencias delictivas y con un elevado rango de actividades que se realizan en el exterior, parte de las vidas privadas está expuesta, al alcance de la mano. Códigos no escritos prescriben la etiqueta a observar en cada caso. Avasallar, meter las narices porque se vea una puerta abierta, agarrar una herramienta aparentemente abandonada, asustar a un animal que pasta, recorrer traseras y leñeras y, sobre todo, reír esas gracias, pueden o no ofender a quien allí vive, pero califican bien abajo a quien lo hace.

La gente del campo no es parte de un museo al aire libre o un escaparate que alguien puso allí para completar un espacio bucólico. Saludar a un vecino es norma habitual, recorrer con respeto caminos que llevaron años configurar, observar con interés pero con cortesía sus actividades o sus espacios, admirarse de sus trabajos, no molestar a sus animales parecen actos coherentes, sin embargo no son pocos los que se comportan como invasores, despreciando aquello que pisotean. La tentación de colocar carteles de advertencia o prohibición debería ser mitigada por una mayoría de visitantes respetuosos, honestos, conectados con el entorno y que empaticen con quienes aquí moran. Muchos vinimos aquí huyendo de las vallas, de los límites, sería nefasto que las conductas indeseables nos llevaran a traicionarnos.
     Un pequeño establecimiento supone un diálogo. Evidentemente no es posible ofrecer los servicios de un resort de doscientas cincuenta habitaciones, sin embargo, aunque obvio para muchos, no lo es para otros. Una de las ventajas de los pequeños hoteles puede ser la cercanía al pasajero, convertirlo en persona, no en el número de su habitación. No es raro que terminemos hablando de asuntos personales con algunos. Esa sensación de sentirse en casa no puede más que alcanzarse con un flujo empático entre viajero y hospedero, una sintonía que se alcanza al conseguir vibrar en las mismas notas. Si por alguna de las partes no se logra, la relación se distancia y, lamentablemente, el pasajero pierde la dimensión precisa de lo que se le ofrece y podría disfrutar.
     Comprender las limitaciones de un modesto establecimiento es parte de ese pacto tácito que se debe procurar. Los niños representan el espíritu de sus mayores, ahora se ha establecido una cultura de que ellos son pequeños príncipes a quienes nada ha de faltar. Príncipes, reyezuelos o tiranos, según los casos. Aplicar sus caprichos a un negocio ajeno no sólo raya la dictadura sino que pone de manifiesto la carencia de respetos por lo que se visita. Exhibir un ejemplo clásico acaso ilumine el argumento; Desayunos, tener cereales en la despensa es un comodín. Cada negocio dispone a su entender los alimentos que se ofertan, igual que la pintura de las paredes o la decoración de los baños. El detalle de tener algún producto fuera de la oferta habitual no es más que una deferencia testimonial. Es imposible cubrir las expectativas de todos, y aún menos las de unos marquesitos de bolsillo, agasajados de continuo con la marca de sus caprichos. Pretender que un hotel rural no está a la altura y sentirse contrariado por que carezca de Gorkitos, Punchitos o Flopitos está en intima relación con el turista incapaz de desactivar sus pautas del mundo que habita. Quizás sea el mismo que trata desde una superioridad ficticia al paisano labriego, el que ante la puerta de un establo deja constancia del asco que le provoca el olor a estiércol, quien penetra en la leñera ajena y manosea objetos de otro.

Tal vez sus casas son castillos, sí, de altas murallas que impiden no la entrada del invasor en sus vidas, sino la salida de sus almas al mundo. Nuevamente nos hallamos ante quienes de tanto mirarse en el espejo olvidaron asomarse por las ventanas.