martes, 23 de marzo de 2010

SLOW TRAVEL





Viajar es un concepto difuso, nada riguroso, convendría sacarlo del encorsetado embalaje en el que ha entrado en los últimos tiempos. Las bonanzas económicas y el cambio generacional propusieron al viaje como un objeto más de consumo; paquetes, “forfaits”, “todoincluido”… son términos que se fueron abriendo espacio en nuestro entorno y en la carrera por ofertar más por menos se hicieron sitio a su vez las siete noches seis destinos y similares aberraciones. Definitivamente, las vacaciones han tomado el aspecto de una mercadería que se vende al peso, y algunos llegan a creer que se es más feliz por ir al Caribe que a La Mancha, alquilar un 4x4 que pasear.

Nada más lejos de la verdad. Sorteando el axioma de que el bienestar reside en uno y las circunstancias sólo subrayan nuestro estado de ánimo, sería conveniente desterrar la arraigada idea de que el folleto es una caja de Pandora que al abrirla nos llenará el corazón de estrellas. Leonardo da Vinci decía que el viaje y las lecturas son, a la vez, alimento y adorno del alma humana, y parece cierto.
Tampoco el lado contrario de ese turismo a las carreras tiene por que ser saludable. La dinámica del lagarto practicada por millones de acólitos del modelo Mediterráneo puede animar a la mirada interior, a una especie de karma estacional. Pero estar tirado en un arenal, ignorante del entorno que va más allá de la heladería del paseo marítimo, sobrevuela alarmantemente, quizás, el mundo de las negaciones.

En mi tiempo como hostelero he comprobado que –siempre hablo de generalidades- el viajero que viene al Norte, trae un catálogo de lugares a visitar. Se repite hasta el aburrimiento, a lo largo de un verano regentando un hotel, una letanía que adormece; Lagos, Covadonga, Llanes, descenso del Sella, Lastres (por la serie de TV), La Senda del Oso… siendo, como son, lugares impactantes cuya fama es merecida y activos necesarios para la región por su poder de atracción, se convierten, por el uso, en tumultuosas congregaciones de turistas ávidos por rellenar el casillero de obligadas visitas. El resultado son colas, problemas de aparcamiento, esperas en los restaurantes… y de esa manera el habitante de la gran urbe no se siente del todo lejos de su ecosistema habitual, pero, a la vez, vuelve a casa con el sinsabor de no haber encontrado tantas virtudes como se le pregonaban.
Mas el ADN de Asturias es una larga cadena de bosques, montañas, ríos y cordilleras. Mar, paisaje humano y forestal, historia, caminos, monumentos, pueblos y villas. Y requiere una mirada más atenta, calmada, alejada del apremiante deber de añadir muescas a la culata de la agenda. A ese sosiego se debe aspirar al menos en algunas jornadas de la visita, permitir que el viaje haga al viajero, más que intentar que el turista haga el viaje. El viaje debe provocar una respuesta emocional, no la constatación del cumplimiento de un deber.
Mi propia experiencia en el hotel avala esta reflexión. Es más que frecuente que a lo largo del verano los pasajeros que vienen el tiempo suficiente (del orden de una semana) acaben con las actividades que su preconcepto exigía. Entonces suelen preguntar. Les envío a lugares sencillos, poco alejados, excursiones que requieran el margen de una tarde de verano para realizarse. Uno de esos lugares es Espinaredo, una localidad deliciosa plagada de hórreos con la atmósfera de pueblo de siempre. Procuro que recorran el entorno; el área de la Pesanca, la pista que sube paralela a un río que hace pozas esmeraldas, el hayedo…El contraste con el resto de su viaje es evidente, y no pocos lamentan no haberse dejado aconsejar antes.

Si se dispone de las ganas necesarias para una caminata de tres o cuatro horas propongo, esta vez, un fácil recorrido por carretera secundaria, como muestra de que la aventura no reclama exóticas y distantes latitudes.
Desde el hotel se toma la dirección a Infiesto. Se cruza el puente de la carretera de Oviedo y a los pocos metros a la derecha otra menor que sube a Biedes. Es una subida corta, un tanto exigente, que se solventa en unas pocas curvas. Ganada cierta altura se llega a un modesto núcleo poblado en el que destaca una pequeña iglesia. Sobre esa misma carretera se llanea durante varios kilómetros rodeados de prados y dulces pomaradas. Habrá que dejar paso a los automóviles que, cada diez minutos de promedio, perturban el paseo. Es un andar agradecido, que facilita la charla mientras el espectáculo de las sierras de fondo –El Sueve, Picos de Europa, Pesquerín- enmarca el vuelo de numerosas aves, de las que destaco algunas rapaces como el águila ratonera o el alimoche. Una delicia que lleva a lo largo de un paisaje plagado de aromas, salpicado por construcciones, más o menos afortunada,s y atraviesa alguna que otra población. En ese faldeo asomado al sur se llega, pasando muy cerca de un castro celta, a un singular rincón.
En el pueblo de Valles de San Román, una pequeña localidad que destila paz, existe un diminuto bar que merece una visita. No sólo es posible tomarse una cerveza para solaz del paseante, es, también, y desde hace no mucho, un referente en el panorama musical.
http://amcppbocanegra.blogspot.com
El caminante puede quedar sorprendido si se tropieza, sin vacuna alguna y en lo más profundo del mundo rural del oriente asturiano, con un concierto de Jazz, o de Rithman Blues, o de rock local. Llamará tanto la atención el lugar donde sucede como lo concurrido que puede llegar a estar. Esto suele ocurrir los viernes y el resto del tiempo es un sitio apartado y tranquilo. Como siempre, cada curva del camino depara nuevos asombros.
Desde allí la propuesta es el regreso, y, para no variar, las opciones son diversas. Una de ellas es desandar el camino, y percibir otras sensaciones con la luz y la vista en distinta orientación. Añado otra más: ascender desde el pueblo hacia el norte, una cuesta de vacas larga y tendida que recorre mayormente un paraje áspero en el que es muy frecuente cruzarse con gamos. Se llega al fin a una preciosa área de recreo, cuyos bancos, sombras y fuentes serán el nicho idóneo para contemplar un muy hermoso paisaje. Antes de comenzar el descenso a Infiesto que se extiende a los pies, se pueden maquinar nuevas excursiones sobre ese plano a escala real que son las montañas de enfrente.

domingo, 14 de marzo de 2010

CAMBIO DE ESTACIÓN


Hay años en que el invierno parece no acabar, y aumenta esa sensación cuando entre nosotros y la realidad existe un intermediario, un gestor de nuestras percepciones. Los medios de comunicación, con su reiterada letanía, se interponen entre la verdad y nuestro sofá, envolviéndonos con un celofán que refracta la mirada.
Viviendo en el campo, o en riguroso contacto con él, se escucha uno más a sí mismo, y es posible atender a un diálogo, quizás todavía un balbuceo; es el inicio de la larga charla de la nueva estación, es La Primavera.
La vi venir hace semanas, pocos días después de las nevadas de enero, sí; enero. Unas humildes florecillas se abrían camino entre el verde de las praderas, no eran muchas, pero sí lo bastantes como para dar a entender que algo estaba por cambiar. Después llegaron las yemas de innumerables árboles y plantas y, poco a poco, los pitidos y chascarrillos de herrerillos, carboneros y jilgueros pasaron de ser dispersos y tímidos silbidos en el bosque a la algarabía que ahora nos envuelve. Digamos que, en el bosque y los prados, hay mucha marcha.
Los prunos han vuelto a ser los más precoces en envolverse de flores blancas, después, en unas semanas, lo harán los manzanos, y en esta tierra hay tantos que las pomaradas parecerán escarchadas. Brotarán los insectos, y los pajarillos anidados –como el que tengo a la entrada de la casa- trabajarán a destajo para llevarlos a las hambrientas polladas que han de estar en vuelo antes del verano.
A cambio la garza se ha ido, de su ágil vuelo azul sobre la neblina del río no volveremos a tener noticia hasta septiembre, quizás octubre. Las truchas se remueven más tranquilas en las pozas y los salmones ya pasaron hacia arriba en pos de sus desovaderos. Quedan aún semanas para que en este Norte el follaje del bosque se haga denso y verde, aquí es muy tardío, pero a cambio dura mucho y el suave y largo otoño lo dibuja en ocres, mostazas y rojos durante muchos días.
Una de las consecuencias de este final de invierno es que, quienes tenemos afición, regresamos a las excursiones.
Saliendo del hotel se remonta un espolón montañoso que separa dos valles paralelos. Es una subida relativamente fácil, y se hace alomada a ese zócalo en dirección sur. Se atravesarán varias agrupaciones de casas cuya relajada atmósfera es agradable de sentir. El clima benévolo propicia el encuentro con los vecinos que a las puertas de sus hogares se afanan en pequeñas tareas que el invierno fue posponiendo. Es norma dar los buenos días, y el paisano, bajo el dulce sol oblicuo de una mañana, a la vista de sus verdes y ondulados prados donde pacen serenas las vacas no tendrá motivos para pensar lo contrario.
Se va dejando atrás todo núcleo de población pasando junto a una capilla (la de S. Vicente) como es de rigor en un Camino Real y ya allí se aprecia que la altura ganada es notable. Se nos ofrece el valle oriental, el que forman los ríos Espinaredo y los montes del Infierno. No es cuestión de abrumar con nombres y evito su mención ante la fila de cumbres que se nos presentan a tiro de piedra. Con ese panorama se prosigue el cómodo ascenso casi por el espinazo del espolón, pero un tanto del lado este. El paisaje aún mantiene la ordenación de praderías por las que pasta el ganado, armonizando el fino aíre con redobles placenteros de cencerros y, acaso, el mugido profundo de alguna vaca haciéndose saber a su ternero.
Pronto comienzan a pisarse las arcaicas losas que pavimentan el camino, no hay que dejarse engañar por la desgana colectiva que insiste a llamarlo calzada romana, se trata de un camino medieval, aunque es de suponer que estaría superpuesta a recorridos primitivos (romanos, astures, ligures, celtas…) y, en cierto modo, emociona pensar que aquellas pesadas lajas de piedra fueron colocadas allí hace mil años, y cabe preguntarse por las vidas de quienes sobre ellas transitaron.
Desparecen los ordenados y dulces prados, hay que llegar a una collada que se abre al norte y ofrece un abrupto hundimiento por lo que debía ser el camino. Pero éste sigue, hay que tomarlo a mano izquierda, después de dejarse un rato en la contemplación del paisaje y, tal vez, unas fotografías a algún grupo de caballos sueltos que por allí pasta. Ahora la senda atraviesa una vegetación colonizadora, monte bajo lo llaman, y las arañas en verano tienden numerosas redes que se cruzan en el camino. No hay otra que fastidiarlas un poco, y admirarse a la vez de la brillante magia de su ingeniería.
Cambios de vertiente, paisajes que nos regalan la vista, las losas del medioevo, el espinazo de la montaña que busca el sur. Cumbres y bosques, puede que la jornada proponga un mar de nubes a nuestros pies, o que la suerte nos meta ciervos sobre el camino. Se llega a otro nuevo collado, y se ha dejado de ascender.
Se puede bajar por ambas manos. La derecha atraviesa un lindo bosque junto a un río embravecido, algún núcleo poblado y, al final, la carretera que regresa al hotel. Se debe comer en “Casa Maruja”, un restaurante familiar de comida casera y, a veces, caza. Quedan nueve kilómetros de dulce bajada por la carretera tranquila, junto al río, bajo el dosel de un bosque que aguarda a la Primavera.
La vertiente izquierda propone algún kilómetro más, y algo más de esfuerzo, pero a cambio devuelve con intereses la molestia. Se cruzan núcleos remotos que, como una postal, retienen la Asturias arcaica, como congelada en los calendarios. La bajada por una retorcida carretera lleva hasta el valle del río Espinaredo, y a la población con ese nombre. Un bello lugar que reúne una considerable cantidad de hórreos. El alma sensible se ha de admirar con tan ingeniosas construcciones que han soportado erguidas el paso de algunos siglos. Es interesante buscar -y encontrar- un artilugio hoy en desuso, se trata de una especie de castillete, un útil que ayudaba a herrar bueyes, seculares y lentos animales de tiro en la Asturias de ayer.
El camino de regreso es un suave descenso hasta Infiesto, allá nos esperan lugares donde aplacar el hambre, tomar unas sidras tal vez, y, en ese camino, solapados ya los esfuerzos del día con la alegría de la vuelta a casa, contar historias de esa y otras jornadas.

martes, 9 de marzo de 2010


“ELLA ESTÁ EN EL HORIZONTE
ME ACERCO DOS PASOS,
ELLA SE ALEJA DOS PASOS.
CAMINO OTROS DOS Y EL HORIZONTE SE ALEJA DIEZ.
POR MUCHO QUE YO CAMINE
JAMÁS LA ALCANZARÉ.
¿PARA QUÉ SIRVE?
PARA ESO SIRVE;

PARA CAMINAR”

Antes vivíamos en una vida aparentemente ordenada; trabajos estables, chalet adosado, dos coches…y sin embargo algo nos susurraba que no era ese el sendero para nosotros. De manera que tomamos la decisión de cambiar de vida, de recorrido. Un buen día llegamos a Asturias, encontramos una casa con finca que en apariencia nos esperaba, fue como encontrar pareja, una química que produjo un extraño flujo reciproco. Nosotros y ella.

La casa se nos hizo una figura entrañable a primera vista. La vimos adormecida, recostada entre la arboleda que sin control ni aparente orden había medrado por allí en los últimos veinte años. Era una tarde soleada del invierno, muros y tejas recibían por igual caricias de luz dorada y dibujos del ramaje desnudo que la rodeaba. Una fila ordenada de olmos jalonaba el lado del camino que daba al río. Aquellos árboles sí habían sido plantados en su día con intención, sin embargo, el olvido también se notaba en ellos, desgreñados, con miríadas de ramitas desordenadas que más parecían una infección que un armónico parterre natural. Daba la impresión de que en la soledad se habían vuelto cimarrones los olmos aquellos.
El edificio estaba como clavado en el paraje, igual que si hubiera pertenecido a él siempre, todo alrededor lo envolvía y, a la vez, lo preservaba. Se veía mucha piedra de sus muros, pero aún persistían grandes tramos de irregular revoque pintado de blanco que soportaba, sin cuidado alguno, el paso de los años. El conjunto; casa, camino, árboles, puente y río dialogaban en una imagen de sosiego que apenas lograba arañar el apremio de quien nos la enseñaba.

Tal vez un duende se apoderó de nosotros, se apropió de la voluntad que nos regía y torció para siempre eso que la mayoría llama sentido común. Pero, ¿Qué son los sueños si no una turbia refracción que a algunos impulsa a desviarse de lo previsible?

En pocos meses estábamos viviendo allí, metidos en obras como albañiles, arquitectos, constructores, carpinteros, empresarios, transportistas, pintores y…soñadores. Hoy todo es un hecho, y acaso vayamos olvidando los escollos terribles que sembraron nuestra andanza, llegamos a la orilla, o casi, y eso es lo importante. Atrás un camino que aquilató nuestras posibilidades; desarmamos un edificio y elevamos una idea, un sueño…hoy está aquí, y os espera.

www.laviejaposada.es