Viajar es un concepto difuso, nada riguroso, convendría sacarlo del encorsetado embalaje en el que ha entrado en los últimos tiempos. Las bonanzas económicas y el cambio generacional propusieron al viaje como un objeto más de consumo; paquetes, “forfaits”, “todoincluido”… son términos que se fueron abriendo espacio en nuestro entorno y en la carrera por ofertar más por menos se hicieron sitio a su vez las siete noches seis destinos y similares aberraciones. Definitivamente, las vacaciones han tomado el aspecto de una mercadería que se vende al peso, y algunos llegan a creer que se es más feliz por ir al Caribe que a La Mancha, alquilar un 4x4 que pasear.
Nada más lejos de la verdad. Sorteando el axioma de que el bienestar reside en uno y las circunstancias sólo subrayan nuestro estado de ánimo, sería conveniente desterrar la arraigada idea de que el folleto es una caja de Pandora que al abrirla nos llenará el corazón de estrellas. Leonardo da Vinci decía que el viaje y las lecturas son, a la vez, alimento y adorno del alma humana, y parece cierto.
Tampoco el lado contrario de ese turismo a las carreras tiene por que ser saludable. La dinámica del lagarto practicada por millones de acólitos del modelo Mediterráneo puede animar a la mirada interior, a una especie de karma estacional. Pero estar tirado en un arenal, ignorante del entorno que va más allá de la heladería del paseo marítimo, sobrevuela alarmantemente, quizás, el mundo de las negaciones.
En mi tiempo como hostelero he comprobado que –siempre hablo de generalidades- el viajero que viene al Norte, trae un catálogo de lugares a visitar. Se repite hasta el aburrimiento, a lo largo de un verano regentando un hotel, una letanía que adormece; Lagos, Covadonga, Llanes, descenso del Sella, Lastres (por la serie de TV), La Senda del Oso… siendo, como son, lugares impactantes cuya fama es merecida y activos necesarios para la región por su poder de atracción, se convierten, por el uso, en tumultuosas congregaciones de turistas ávidos por rellenar el casillero de obligadas visitas. El resultado son colas, problemas de aparcamiento, esperas en los restaurantes… y de esa manera el habitante de la gran urbe no se siente del todo lejos de su ecosistema habitual, pero, a la vez, vuelve a casa con el sinsabor de no haber encontrado tantas virtudes como se le pregonaban.
Mas el ADN de Asturias es una larga cadena de bosques, montañas, ríos y cordilleras. Mar, paisaje humano y forestal, historia, caminos, monumentos, pueblos y villas. Y requiere una mirada más atenta, calmada, alejada del apremiante deber de añadir muescas a la culata de la agenda. A ese sosiego se debe aspirar al menos en algunas jornadas de la visita, permitir que el viaje haga al viajero, más que intentar que el turista haga el viaje. El viaje debe provocar una respuesta emocional, no la constatación del cumplimiento de un deber.
Mi propia experiencia en el hotel avala esta reflexión. Es más que frecuente que a lo largo del verano los pasajeros que vienen el tiempo suficiente (del orden de una semana) acaben con las actividades que su preconcepto exigía. Entonces suelen preguntar. Les envío a lugares sencillos, poco alejados, excursiones que requieran el margen de una tarde de verano para realizarse. Uno de esos lugares es Espinaredo, una localidad deliciosa plagada de hórreos con la atmósfera de pueblo de siempre. Procuro que recorran el entorno; el área de la Pesanca, la pista que sube paralela a un río que hace pozas esmeraldas, el hayedo…El contraste con el resto de su viaje es evidente, y no pocos lamentan no haberse dejado aconsejar antes.
Si se dispone de las ganas necesarias para una caminata de tres o cuatro horas propongo, esta vez, un fácil recorrido por carretera secundaria, como muestra de que la aventura no reclama exóticas y distantes latitudes.
Desde el hotel se toma la dirección a Infiesto. Se cruza el puente de la carretera de Oviedo y a los pocos metros a la derecha otra menor que sube a Biedes. Es una subida corta, un tanto exigente, que se solventa en unas pocas curvas. Ganada cierta altura se llega a un modesto núcleo poblado en el que destaca una pequeña iglesia. Sobre esa misma carretera se llanea durante varios kilómetros rodeados de prados y dulces pomaradas. Habrá que dejar paso a los automóviles que, cada diez minutos de promedio, perturban el paseo. Es un andar agradecido, que facilita la charla mientras el espectáculo de las sierras de fondo –El Sueve, Picos de Europa, Pesquerín- enmarca el vuelo de numerosas aves, de las que destaco algunas rapaces como el águila ratonera o el alimoche. Una delicia que lleva a lo largo de un paisaje plagado de aromas, salpicado por construcciones, más o menos afortunada,s y atraviesa alguna que otra población. En ese faldeo asomado al sur se llega, pasando muy cerca de un castro celta, a un singular rincón.
En el pueblo de Valles de San Román, una pequeña localidad que destila paz, existe un diminuto bar que merece una visita. No sólo es posible tomarse una cerveza para solaz del paseante, es, también, y desde hace no mucho, un referente en el panorama musical.
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El caminante puede quedar sorprendido si se tropieza, sin vacuna alguna y en lo más profundo del mundo rural del oriente asturiano, con un concierto de Jazz, o de Rithman Blues, o de rock local. Llamará tanto la atención el lugar donde sucede como lo concurrido que puede llegar a estar. Esto suele ocurrir los viernes y el resto del tiempo es un sitio apartado y tranquilo. Como siempre, cada curva del camino depara nuevos asombros.
Desde allí la propuesta es el regreso, y, para no variar, las opciones son diversas. Una de ellas es desandar el camino, y percibir otras sensaciones con la luz y la vista en distinta orientación. Añado otra más: ascender desde el pueblo hacia el norte, una cuesta de vacas larga y tendida que recorre mayormente un paraje áspero en el que es muy frecuente cruzarse con gamos. Se llega al fin a una preciosa área de recreo, cuyos bancos, sombras y fuentes serán el nicho idóneo para contemplar un muy hermoso paisaje. Antes de comenzar el descenso a Infiesto que se extiende a los pies, se pueden maquinar nuevas excursiones sobre ese plano a escala real que son las montañas de enfrente.
Desde allí la propuesta es el regreso, y, para no variar, las opciones son diversas. Una de ellas es desandar el camino, y percibir otras sensaciones con la luz y la vista en distinta orientación. Añado otra más: ascender desde el pueblo hacia el norte, una cuesta de vacas larga y tendida que recorre mayormente un paraje áspero en el que es muy frecuente cruzarse con gamos. Se llega al fin a una preciosa área de recreo, cuyos bancos, sombras y fuentes serán el nicho idóneo para contemplar un muy hermoso paisaje. Antes de comenzar el descenso a Infiesto que se extiende a los pies, se pueden maquinar nuevas excursiones sobre ese plano a escala real que son las montañas de enfrente.