domingo, 14 de marzo de 2010

CAMBIO DE ESTACIÓN


Hay años en que el invierno parece no acabar, y aumenta esa sensación cuando entre nosotros y la realidad existe un intermediario, un gestor de nuestras percepciones. Los medios de comunicación, con su reiterada letanía, se interponen entre la verdad y nuestro sofá, envolviéndonos con un celofán que refracta la mirada.
Viviendo en el campo, o en riguroso contacto con él, se escucha uno más a sí mismo, y es posible atender a un diálogo, quizás todavía un balbuceo; es el inicio de la larga charla de la nueva estación, es La Primavera.
La vi venir hace semanas, pocos días después de las nevadas de enero, sí; enero. Unas humildes florecillas se abrían camino entre el verde de las praderas, no eran muchas, pero sí lo bastantes como para dar a entender que algo estaba por cambiar. Después llegaron las yemas de innumerables árboles y plantas y, poco a poco, los pitidos y chascarrillos de herrerillos, carboneros y jilgueros pasaron de ser dispersos y tímidos silbidos en el bosque a la algarabía que ahora nos envuelve. Digamos que, en el bosque y los prados, hay mucha marcha.
Los prunos han vuelto a ser los más precoces en envolverse de flores blancas, después, en unas semanas, lo harán los manzanos, y en esta tierra hay tantos que las pomaradas parecerán escarchadas. Brotarán los insectos, y los pajarillos anidados –como el que tengo a la entrada de la casa- trabajarán a destajo para llevarlos a las hambrientas polladas que han de estar en vuelo antes del verano.
A cambio la garza se ha ido, de su ágil vuelo azul sobre la neblina del río no volveremos a tener noticia hasta septiembre, quizás octubre. Las truchas se remueven más tranquilas en las pozas y los salmones ya pasaron hacia arriba en pos de sus desovaderos. Quedan aún semanas para que en este Norte el follaje del bosque se haga denso y verde, aquí es muy tardío, pero a cambio dura mucho y el suave y largo otoño lo dibuja en ocres, mostazas y rojos durante muchos días.
Una de las consecuencias de este final de invierno es que, quienes tenemos afición, regresamos a las excursiones.
Saliendo del hotel se remonta un espolón montañoso que separa dos valles paralelos. Es una subida relativamente fácil, y se hace alomada a ese zócalo en dirección sur. Se atravesarán varias agrupaciones de casas cuya relajada atmósfera es agradable de sentir. El clima benévolo propicia el encuentro con los vecinos que a las puertas de sus hogares se afanan en pequeñas tareas que el invierno fue posponiendo. Es norma dar los buenos días, y el paisano, bajo el dulce sol oblicuo de una mañana, a la vista de sus verdes y ondulados prados donde pacen serenas las vacas no tendrá motivos para pensar lo contrario.
Se va dejando atrás todo núcleo de población pasando junto a una capilla (la de S. Vicente) como es de rigor en un Camino Real y ya allí se aprecia que la altura ganada es notable. Se nos ofrece el valle oriental, el que forman los ríos Espinaredo y los montes del Infierno. No es cuestión de abrumar con nombres y evito su mención ante la fila de cumbres que se nos presentan a tiro de piedra. Con ese panorama se prosigue el cómodo ascenso casi por el espinazo del espolón, pero un tanto del lado este. El paisaje aún mantiene la ordenación de praderías por las que pasta el ganado, armonizando el fino aíre con redobles placenteros de cencerros y, acaso, el mugido profundo de alguna vaca haciéndose saber a su ternero.
Pronto comienzan a pisarse las arcaicas losas que pavimentan el camino, no hay que dejarse engañar por la desgana colectiva que insiste a llamarlo calzada romana, se trata de un camino medieval, aunque es de suponer que estaría superpuesta a recorridos primitivos (romanos, astures, ligures, celtas…) y, en cierto modo, emociona pensar que aquellas pesadas lajas de piedra fueron colocadas allí hace mil años, y cabe preguntarse por las vidas de quienes sobre ellas transitaron.
Desparecen los ordenados y dulces prados, hay que llegar a una collada que se abre al norte y ofrece un abrupto hundimiento por lo que debía ser el camino. Pero éste sigue, hay que tomarlo a mano izquierda, después de dejarse un rato en la contemplación del paisaje y, tal vez, unas fotografías a algún grupo de caballos sueltos que por allí pasta. Ahora la senda atraviesa una vegetación colonizadora, monte bajo lo llaman, y las arañas en verano tienden numerosas redes que se cruzan en el camino. No hay otra que fastidiarlas un poco, y admirarse a la vez de la brillante magia de su ingeniería.
Cambios de vertiente, paisajes que nos regalan la vista, las losas del medioevo, el espinazo de la montaña que busca el sur. Cumbres y bosques, puede que la jornada proponga un mar de nubes a nuestros pies, o que la suerte nos meta ciervos sobre el camino. Se llega a otro nuevo collado, y se ha dejado de ascender.
Se puede bajar por ambas manos. La derecha atraviesa un lindo bosque junto a un río embravecido, algún núcleo poblado y, al final, la carretera que regresa al hotel. Se debe comer en “Casa Maruja”, un restaurante familiar de comida casera y, a veces, caza. Quedan nueve kilómetros de dulce bajada por la carretera tranquila, junto al río, bajo el dosel de un bosque que aguarda a la Primavera.
La vertiente izquierda propone algún kilómetro más, y algo más de esfuerzo, pero a cambio devuelve con intereses la molestia. Se cruzan núcleos remotos que, como una postal, retienen la Asturias arcaica, como congelada en los calendarios. La bajada por una retorcida carretera lleva hasta el valle del río Espinaredo, y a la población con ese nombre. Un bello lugar que reúne una considerable cantidad de hórreos. El alma sensible se ha de admirar con tan ingeniosas construcciones que han soportado erguidas el paso de algunos siglos. Es interesante buscar -y encontrar- un artilugio hoy en desuso, se trata de una especie de castillete, un útil que ayudaba a herrar bueyes, seculares y lentos animales de tiro en la Asturias de ayer.
El camino de regreso es un suave descenso hasta Infiesto, allá nos esperan lugares donde aplacar el hambre, tomar unas sidras tal vez, y, en ese camino, solapados ya los esfuerzos del día con la alegría de la vuelta a casa, contar historias de esa y otras jornadas.

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