jueves, 4 de noviembre de 2010

CAMBIO DE HORARIO














Desorientación, insomnio, perdida del apetito, mareos, subidas de tensión, irritabilidad, estrés… ¿síntomas de una enfermedad? No. Al parecer, es lo que nos ocurrirá a los desprevenidos ciudadanos a causa del habitual cambio de horario que se produce todos los otoños con el fin de conseguir unos misteriosos ahorros energéticos que nadie percibe.
Los medios de descomunicación, en su desaforada carrera por sumir al ser humano en la mediocridad, van aumentando, año a año, los niveles de alarma respecto al hecho –irrelevante- de modificar el tiempo del reloj en ¡una hora!. Más allá de algún contratiempo anecdótico, es imposible que a un ser vivo normal le ocurra algo por tan pequeño cambio. Sin embargo, los días anteriores al suceso el tratamiento informativo que se le da parece advertir del advenimiento de un dios, o el impacto inevitable y devastador de algún cuerpo cósmico. Vaya modificando sus hábitos paulatinamente las semanas previas, de paseos largos, ingiera alimentos bajos en colesterol -¡ay el colesterol!- o reduzca sus ansias con tal medicamento son algunas de las ridiculeces que uno llega a oír o leer ante tal evento.
Cierto que, para quienes vivimos esclavos del reloj -una mayoría aplastante-, este cambio otoñal prescribe la entrada al invierno, y, en el medio natural, el acortamiento progresivo de la luz diurna sufre un sobresalto con el cambio; aquí el clima, las horas de luz, las borrascas tienen una notable entidad que en el medio urbano se pierde y quedan muy estrechas las opciones de actividades al aire libre hasta que, entrada la primavera, otro vuelco semejante nos devuelva el espacio luminoso suficiente como para disfrutar del entorno más a nuestras anchas.
Pero el otoño, por definición, es la época en la que recoger los frutos. Más allá de las cosechas de los huertos, el bosque se empeña, año tras año, en desprenderse a partes iguales de colores cálidos, hojas, bayas y frutos diversos. Pasaron las avellanas, las moras, aún a finales de verano, luego fueron las nueces y ahora el Norte propone castañas y setas. De éstas, en el concejo de Piloña, la Sociedad Micológica local acaba de exponer trescientas variedades de las que un 97% han sido recogidas a menos de tres kilómetros del casco urbano, ¿alguien da más? http://www.infiesto.com/peudellobu/
Un paseo por cualquiera de nuestros bosques, en una agradable mañana otoñal, es un regalo para la vista. Si es junto a un río, los destellos del agua cantarina animarán nuestra marcha y acaso disimulen el vacío del revoloteo de los pajarillos, ocupados ahora en otras tareas que no pasan por cantar. Algunas de estas aves emiten silbidos dispersos, que en el bosque húmedo y semidesnudo suenan melancólicos y faltos de compañía. Los tapices de hojarasca crepitan bajo los pasos del caminante y con seguridad ayudan a prevenir a los animales de nuestra presencia, pero es posible toparse con un ciervo, corzo o jabalí que, por falta de denso follaje y gracias a esas mismas hojas que nos delataron pueden quedar fugazmente a la vista unos emocionantes segundos. Habría que ser muy hábil para alcanzarles con una buena foto, pero no está de más intentarlo, con un buen objetivo se pueden hacer ocasionalmente aceptables tomas pues los ungulados tienen como método de defensa pasar desapercibidos y, si no se sienten particularmente amenazados, es posible que resistan a la tentación de la carrera hasta que la tensión rompa esa opción de inmovilidad.
Sin ser experto en setas cabe la oferta de admirarse con sus formas y colores, con las colonias que algunas especies forman, con sus tamaños tan dispares y con la fragilidad de muchas de ellas. En unos baremos que van desde unos pocos milímetros hasta varios kilos caben multitud de variedades que estos bosques exponen como muestra de su riqueza y prístina limpieza.
También nos entra el bosque por su olor, ahora toca la turba, la tierra mojada rica en compost vegetal, son aromas frescos, poco intensos y evocadores. Es necesario permitir por cualquier medio el paso de sensaciones a nuestro interior, llenarse de bosque, para apreciarlo y conmoverse con su equilibrada fragilidad.
Tiene buen gusto la Naturaleza, pinta con delicada armonía en un lienzo de tres dimensiones en lo que todo parece encajar, un paisaje existe cuando lo miramos sin ninguna intención de verlo útil, y los matices de tal dibujo son chocantes subrayados que titilan aquí y allá; las bolitas carmesí del acebo, sus brillantes y tersas hojas, el verde fosforescente de algunos líquenes, el rojo mustio de la amanita muscaria, en fin.
Si nos descuidamos, la hora de la comida marca la hora del regreso, pues el freno del reloj pliega la tarde y hace coincidir ese momento con el declinar del día. El sol es muy oblicuo y se escapa de los barrancos con notable rapidez, dejándolos un tanto desangelados con su ausencia y las voces de algunos animales como el ladrido del corzo pueden oírse lúgubres en la espesura.
Me resisto a dejar pasar la ocasión de hablar de las nieblas. No se puede concebir el Norte si ellas, un paseo matinal entre ellas permite componer una nueva dimensión del entorno, los matices difuminados favorecen nuevos enfoques, acaso interiores, afilados por el sobreesfuerzo de prestaciones que reclamamos al resto de los sentidos a fin de situarnos. Todo parece cambiar y sin embargo es lo de siempre, las miradas se hacen distintas y es diferente el sentido de las respuestas que se perciben. Caminar entre la niebla sin peligro es un regalo que todos amante del medio natural se debe hacer.
El ocaso es tal vez el inicio de una manera distinta de pasar la tarde. Castañas asadas en un hierro al fuego, un vaso de vino, unas pocas nueces, un libro, quizás música, el repaso de las fotos de la jornada. Se admite la televisión, pero es obligada una actitud crítica hacia sus mensajes; tenemos el antídoto, esa hora no nos cambia, ni nos altera, esa hora no nos pierde…la ganamos, hace tiempo.

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