jueves, 18 de agosto de 2011

La Marta

     Hay pocas experiencias que igualen la emoción de la contemplación fugaz de un animal salvaje. Por eso alertamos sobresaltados a quien nos acompaña cuando esto sucede, intuimos que será una imagen evanescente, una postal que por viva será pasado en tan sólo unos segundos.
     La Vieja Posada es una nave, un edificio de la largura, más o menos, de un “Drakar” vikingo, o de una nao portuguesa del siglo XV. Y en cierto modo parece navegar por entre ese bosque que la rodea, a merced, no pocas veces, de los aires de occidente o los vientos del sur. En ese devenir nos hemos ido acostumbrando a disfrutar de ciertos eventos zoológicos que propone ese mar verde que nos envuelve, en el que nos sumergimos, y así, nuestro devenir en torno al edificio o sobre la parte de la finca que recorremos ha generado un modesto historial de imágenes de animales que en otro tiempo, en el asfalto de la ciudad, habría parecido cosa de libros.
     Ciervos, corzos, jinetas, águila ratonera, halcón peregrino, ardillas, zorros, tejones, cuervos, garzas, un búho chico, son algunos de los más destacados vecinos que tenemos. En ocasiones basta asomarse a una ventana o salir a sacar la basura para tropezárselos. Algunos anidan en el mismo edificio, como mirlos acuáticos, murciélagos o petirrojos y uno siente algo orgullo ante semejante distinción. De otros se tiene noticia por las huellas que dejan como el jabalí o cierta ave nocturna que alguna vez ha pasado la noche rasgando la quietud de la noche con su fantasmal voz sin que por el momento sepamos de quien se trata.  
     En los últimos tiempos, algunos huéspedes del hotel me habían advertido que frente a la entrada principal pasaba un animal que no sabían clasificar. Decían que era oscuro y del tamaño de un gato, con semejantes pistas di por pensar que se trataba de eso; de un gato, ya que por la noche todos son pardos.
     Pero no. Una tarde, al final del día, cuando los colores se van borrando por la falta de luz que se escapa y todo bajo los árboles parece pertenecer a un estado perfecto, equilibrado y amable, un animalito cruzó tranquilamente a pocos metros de nosotros. Se entretuvo sin aparente inquietud en olisquear acá y allá, dudó un poco si continuar su camino que sin duda se le antojaba inquietante y, con toda la soltura que provoca el hábito, atravesó el puente y enfiló a la carretera. Los segundos que se mantuvo a nuestra vista seguramente fueron menos de los que recordaremos, pero bastante, no sólo para emocionarnos, sino para retener su imagen y consultar después para salir de dudas.
     Se trataba de una marta (martes martes) tan hermoso como todos los mustélidos y por esquivo atesoramos su recuerdo en el imaginario del hotel. De alguna manera lo convertimos en amigo predilecto, y es que cuando se aprecia la Naturaleza, lo que se siente es que con estos eventos ella derrama una parte de su generosidad. Uno, insisto, se siente distinguido por que un ser así, que podría pasar desapercibido de por vida, se deje ver y demuestre con su calma y hábito que se fía de nosotros. Si lo que se pretende es respetar en lo que se pueda al entorno estas son sus señales de respuesta; premios cientos de veces más valiosos que la suma de sencillos gestos cotidianos con los que tratamos de defenderlo.
     Lamenté que sus correrías habituales la llevaran a la carretera, se por experiencia que ningún animal es consciente ni por asomo del peligro que entrañan esas explanaciones duras y negras. Sencillamente, su respuesta evolutiva nunca se vio sometida a la presión de algo tan veloz, tan dramáticamente rápido.
     Sospeché que moraba en la cuadra abandonada, un lugar lleno de trastos al borde del bosque capaz para varios nichos ecológicos. Algún gato lo habita, consta y, sin duda, muchos otros animales de los que no tengo noticia. Por tratarse de un animal arborícola podría haber sido un castaño su casa, uno de los rugosos centenarios que se esparcen a las espaldas del hotel. El caso es que, empadronado en nuestro entorno, inmediatamente lo percibimos como un animal salvaje y, a la vez, doméstico. Libre para ir y venir a su antojo y sin embargo adscrito de alguna manera a nuestro propio terreno.
    Hay pocas experiencias que igualen el sosiego de una pradera salpicada de vacas paciendo. El rumor de sus cencerros, traído a través de una atmósfera embadurnada de aromas de hierba  y, acaso, la caricia suave de unas brisas montañeras, componen siempre esa estampa bucólica que no por manoseada deja de sernos grata a nada que le prestemos atención. La vaca es un animal, lento, bobalicón, que nunca se apresura si no se la incita y recorre metódica el terreno al que se la encomienda. El viajero ocasional las percibirá adscritas al prado en donde se las encuentre, pero los ciclos del ganadero disponen otra cosa. En el Norte es costumbre rotarlas por diferentes fincas hasta que en los meses de invierno, cuando se detiene el crecimiento de la hierba, se las alimente con forraje. Aún así aquí es poco corriente tenerlas estabuladas, y es posible encontrárselas por las laderas rapadas, y hasta con nieve, en las peores semanas del año.
     El ganado modifica el paisaje, lo doma, lo ordena el hombre para optimizar su esfuerzo. Sin embargo no se siente ese orden como un agravio al entorno, no en el Norte al menos. Al contrario; el uso secular del suelo armoniza el paisaje, delimita un entorno menos montaraz que apetece recorrer, dibuja una transición entre la fronda densa, a merced de sus leyes e instintos, y el medio humano, con sus ritmos y rutinas en ocasiones tan alejados de los procesos naturales.
     Alguien describió una casa de campo como algo semejante a un Arca de Noé. Una suerte de embarcación navegando –en este caso sobre el verde-, equipada con todo lo necesario para pervivir, tripulada por un clan familiar. Pueden imaginarse como islas también, habitadas por Robinsones generación tras generación. En todo caso la idea es la de un núcleo habitado, razonablemente acondicionado para sortear los avatares de muchas vidas, esculpido parte del terreno circundante para provecho propio y dejado el resto a su suerte, encomendado al apoyo vital, al mero esparcimiento del oxigeno, a la fuerza recicladora de la maquinaria imparable de lo simplemente natural.
     Tal vez ahora, superadas las estrecheces de la mera supervivencia del pasado, tenemos tiempo y espíritu para volvernos al entorno nada más que para admirarlo. La altura de nuestro edificio cultural nos ha hecho hoy entender el bosque como algo más allá de la amenaza o de la mera rentabilidad material y al paisaje humano de las granjas como huellas del esfuerzo de los antepasados, y este es el premio que ensancha nuestras afortunadas miradas. Vivir, siquiera por unos días, aproximados a tal belleza, debe proporcionar mejorías notables en nuestro carácter.
     Recomiendo un paseo de un par de horas por entre las fincas de Piloña, un recorrido por trochas, senderos y pistas que lleven de granja a granja. Tiempo para pensar en quienes configuraron aquellos caminos con sus pasos, con herramientas a veces sencillas, los esfuerzos de muchos durante muchos años, pero sobre todo los usos que se les dieron. Caminos que son lindes y, a la vez, líneas de mato donde medra la vida, refugios provisionales para ciertas correrías de caza, séase presa o emboscado. Los claros de las praderas que usan los animales salvajes como pistas rápidas y las sombras del bosque que el ganado necesita para guarecerse de las inclemencias. Hongos y troncos, reptiles, aves y arañas. Barro, piedras y helechos. Moras a veces. Sombras, cabañas, ovejas y casas. Humo en las chimeneas o ropa al sol en las fachadas. Paisanos que saludan, tractores y algún zorro. Es el menú que propone el chef de los paseos.
     Que nuestros pisotones no alcancen a degradar este tesoro es tarea fundamental, y sin duda pasa esa necesidad por el acercamiento de la gente a estos entornos. Una cercanía reverente, humilde, que permita que este hábitat devuelva las imágenes de los grandes y pequeños tesoros que acoge.
     Uno de esos inevitables pisotones acabó con la marta; la encontramos al amanecer de un día de verano espachurrada en la carretera. Que poca cosa parece un animal cuando se le va el aliento. Como sudario le pusimos nuestro recuerdo, el de su belleza y descaro, y las cosquillas que nos nacían en alguna parte cuando la vimos pasar por las tardes.


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