lunes, 11 de abril de 2011

Los Ruidos del Campo

     Se sabe, por increíble que parezca a bote pronto, que no siempre el ser humano, en el devenir de sus días, vio e interpretó la misma cantidad de colores. Es difícil de entender, y no es éste lugar para profundizar en ello. Suelo explicarlo con el ejemplo de un paseo por el campo.

     Caminando por el medio natural, y dando por sentado que quien lo hace posee un mínimo de emociones que le permiten conectar con el entorno, hay niveles de entendimiento a medida que el conocimiento es más amplio. Si nos centramos en la vegetación, al paseante poco iniciado un bosque atlántico como este de Asturias puede parecerle armónico, bello, agradable, y se verá rodeado de una masa forestal verde, espesa, cerrada, agobiante a veces, y rota su continuidad por praderas diáfanas igualmente verdes separadas unas de otras por setos vegetales o bosquetes primigenios.

     La ausencia de conocimientos resta información. Si se es capaz de distinguir los helechos, sus distintos tipos, las hayas de los robles, los musgos de los líquenes, los tojos de los tejos, las mimosas, los laureles, el arce atlántico, en fin, toda ese conocimiento se convierte en un lenguaje, en un modo de entrevistarse con el medio que, por aumentar nuestra percepción, mejora, sin duda, la calidad espiritual de esa conexión natural. Todo tiene su por qué, sus equilibrios, sus horas y sus estaciones, los colores, las floraciones y las tersuras son diálogos a los que conviene aproximarse.

     Con los sonidos sucede lo mismo. Ahora estamos en primavera, si se presta atención uno descubre el sinfín de cantos que tienen las aves. Un paseo con un experto o un buen aficionado puede aclarar mucho, pero, aún sin tal compañía, conviene dejarse hipnotizar por esa mezcla de cantos, pitidos, trinos y graznidos de toda condición. Las melodías de algunos son sorprendentemente complejas y sus afinaciones una delicia. Los herrerillos, los jilgueros o los mirlos emplean técnicas admirables. Aunque no se sepa mucho, basta con media tarde de atención para comprender que tras ese aparente lío existe un estricto ordenamiento sonoro, formidables y complejos lenguajes que el bosque hace suyo. Esa voz tiene avisos, trampas, disputas, arrogancias, temores, ausencias, territorios. Los mismos insectos, con sus zumbidos y aleteos, molestos a veces, certifican que la estación de la quietud; el invierno, ya es historia También los silencios tienen lectura; basta el vuelo rasante del águila ratonera para acallar muchas voces, después, todo vuelve a sus ruidos.

     La noche tiene los suyos, el búho chico, las lechuzas, emiten de desde la espesura, con su fantasmal voz, un placentero testimonio de la salud del bosque. Todo en orden. Se debe escuchar el ladrido de los corzos, los aguerridos mugidos del ciervo en la berrea otoñal, el grito del lirón, los chillidos de las ardillas o el croar de las ranas. Verdaderamente, perderse tales manifestaciones, es cerrar una ventana durante la estancia en el campo, es como borrar algunos colores, evitar matices que ayudan a apreciar el entorno. Las guías de campo y la voz de los paisanos son buenas ayudas para mejorar el entendimiento, la comprensión.

     La presencia del hombre también tiene sus sonidos propios, y son certificados inequívocos de que se está en el campo. El ladrido lejano de un perro, los cencerros de las vacas, sus mugidos entre aburridos y melancólicos, el canto del gallo, las ovejas, unos gatos en celo. El campanario, y hasta las maniobras de un tractor en la pradera también son sonidos propios del lugar, y sustituyen a otros urbanos a los que el hábito condena a la impunidad; los ecos del botellón, el camión de la basura, el claxon a deshora, el claxon a su hora, la música del pub, el acelerón y su derrape, otro claxon y las innumerables ambulancias y sirenas de toda condición que no siempre permiten oír a las excavadoras en su trasiego infinito. Puede parecer increíble, pero se han dado casos de personas alojadas establecimientos rurales que han puesto denuncias porque esos inusuales ruidos del campo; una campana, un gallo, se han colado por la rendija de su consciencia.

     Quizás sea el temor a escucharse a uno mismo, asomarse a un vacío mayor que el que propone la ausencia de taladros. No se puede comprar la quietud absoluta, esa sólo mora en lo profundo de las cuevas, en un abismo de oscuridad y silencio impactante y rotundo, algún día hablaremos de las cuevas, entretanto, hay que dejarse mecer por los sonidos del medio, como el viento, el oleaje batiendo los cantiles y la voz oxidada de las gaviotas suspendidas de las brisas revueltas. Ya se recomendó en anterior entrada La Senda Costera, apta especialmente para esta estación y, a pesar de que se hoy proponen oídos, se trata de un recorrido de luz, de espacios y de colores intensos en un día soleado. Un paseo que recarga el optimismo, dora la piel y limpia con salitre los pulmones.

     Los sonidos nos suspenden en unas redes en las que se agudiza la mirada interior, esa otra que se hace más allá de los ojos. Para los valientes, los atrevidos y aquellos que buscan diversas maneras de percibir el entorno, sería buena una caminata que más es una experiencia, la Luna llena de Semana Santa es optima para ello, aunque cualquier plenilunio y lugar servirá. La luz lunar en una noche clara es incomparable e inimitable, ningún artista, pintor, fotógrafo, poeta o ensayista ha logrado reproducirla con exactitud, acaso porque lo que se percibe bajo su pálida luz lo captamos más con el corazón que con los ojos.

     Mi propuesta por la zona arranca del pueblo de Villamayor. Un camino claro, arrimado a un pequeño río, discurre por un bosque. No se deben hacer estos caminos nocturnos en grupos numerosos, dos o tres está bien, ir solo es emoción pura. La pista no se pierde, iluminada por la luna, y las sombras de las ramas se proyectan con asombrosa nitidez a nuestros pasos. Quizás oigamos algún ave nocturna, o se espante a un jabalí o corzo que, en su estrepitosa fuga, nos sobresalte, tal vez una vaca rumiando tranquila junto a la cerca de piedras, o el tolón de su cencerro, todo emana sosiego, paz, la que el viajero viene a lograr en un lugar así. En algo menos de una hora se llega a un pequeño claro a orillas de una charca sobre la que se precipita una cascada de cuatro o cinco metros. Sentarse en silencio a unos metros, echar un cigarrillo quien lo considere, o un trago de algo, ante el fulgor blanco de la espuma, el ruido del agua al golpear, la ebullición de la charca, y toda esa gama de matices mortecinos de la luz lunar ha de provocar, irremediablemente, un cosquilleo cuya descripción excede las posibilidades de quien esto escribe.

     Tras esta comunión, el regreso se hace renovado, ligero, son cincuenta minutos de claros de luna, de recobrar el estado normal de la piel, amortiguar el cosquilleo, preguntarse… se deben provocar experiencias así, remover la sangre, expiar antojos costosos y aparatosos, sencillamente, para que una emoción impacte en nuestro interior, es necesario que haya eco.

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